Platero y yo | La novia

XVI – La novia

El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas; después, se enreda por los pinetes sin limpiar y mece las encendidas telarañas celestes, rosas, de oro… Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡dan un blando bienestar al corazón!

Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, á la colina. A lo lejos, una cinta brillante, incolora, vibra, entre Los últimos pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados, de mata en mata. Continuar leyendo «Platero y yo | La novia»

La última noche del mundo

¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?

-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?

-Sí, en serio.

-No sé. No lo he pensado.

El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.

-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.

-¡No lo dirás en serio! Continuar leyendo «La última noche del mundo»

Los dos reyes y los dos laberintos

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.

Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Continuar leyendo «Los dos reyes y los dos laberintos»

Julio Cortázar | Continuidad de los parques

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.

Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Continuar leyendo «Julio Cortázar | Continuidad de los parques»

Platero y yo | Amistad

XLIII – Amistad

Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre adonde quiero.

Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gustar acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo al través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.

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Diógenes

Anthony de Mello – El canto del pájaro

Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey.

Y le dijo Aristipo: “Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas”.

A lo que replicó Diógenes: “Si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey”.

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Platero y yo | El moridero

XI – El moridero

Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmersa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serás, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos -tal la espina de un barco sobre el ocaso grana-, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan, en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niós que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen, las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados por los pinares.

Vive tranquiloo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verdones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer. Continuar leyendo «Platero y yo | El moridero»

Rudyard Kipling: If…

Poema:

Si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando todos a tu alrededor
la pierdan y te culpen a ti.
Si puedes seguir creyendo en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero también aceptas que tengan dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no incurres en el odio.
Y aun así no te las das de bueno ni de sabio. Continuar leyendo «Rudyard Kipling: If…»